Tania Campos Canseco

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Permítanme empezar este viaje remontándome a mi más tierna infancia, cuando tenía unos siete u ocho años y vivía en casa de mis abuelos. En esa casa, que para mí era enorme, había en la sala de televisión de la planta alta, dos grandísimos libreros de piso a techo, tapizados con libros de lo más variopinto, desde enciclopedias, libros de medicina, contabilidad, arquitectura, psicología, manuales de ventas, una gran colección de Selecciones del Reader’s Digest, libros de contenido más espiritual, y algunos libros de cuentos o historias más adecuadas para una niña pequeña como yo.

Navegando entre los diferentes libros (pues ninguno me estaba prohibido) me topé con la enciclopedia de Time Life, que tenía impresionantes fotos de naturaleza, conocí a detalle gracias a la macrofotografía, cómo se veía de cerca la piel de una serpiente, los ojos de una mantis religiosa, y también pude ver con detalle un tiburón, nutrias, focas; animales de la selva como leones, cebras, tigres, incluso los lejanos canguros, wallabies, y otros animales aún más exóticos, como por ejemplo el ornitorrinco. Aunque eran libros con mucho texto y explicaciones de lo que se podía ver en las fotos, eran las imágenes las que me cautivaban, pasaba largas horas contemplándolas e imaginándome en aquellos parajes lejanos.

Hasta que un día me topé con la portada de El Principito, un libro pequeño, con algunas ilustraciones y una dedicatoria especial “A León Werth (cuando era niño)”, entonces pensé que podía empezar a leer una historia, y que sería adecuada para mí.

Así fue, me sumergí entre las páginas de ese librito, viajando junto con el Principito desde el Asteroide B-612, su hogar, pasando por todos los planetas y sus habitantes, algunos absurdos, otros tristes, los más con enseñanzas profundas; hasta llegar finalmente junto con él y su parvada de aves al planeta Tierra, exactamente a un paraje que para él era absolutamente incomprensible, el gran desierto del Sahara, donde se encontró con el buen Antoine quien le dibujó un cordero y lo acompañó casi hasta su último aliento.

Lo que más me conmovió del viaje de El Principito en nuestro enorme planeta, fue su encuentro con el Zorro y la forma en que le enseñó el valor de la amistad, y es que de alguna u otra forma, todos hemos sido domesticados en mayor o menor medida por nuestros padres, hermanos, abuelos, amigos, pareja… y he llegado a la conclusión desde la altura de mis 46 años que lo mejor que podemos hacer en esta vida es domesticar y ser domesticados, de esa manera encontraremos el valor de la lealtad, la amistad, el amor.

Por supuesto que no puedo olvidarme también de su encuentro con la rosaleda, donde entendió a primera vista que su rosa le había mentido, y después de reflexionar un poco se dio cuenta que no solo no le había mentido, sino que su rosa era única, pues en su pequeño planeta, en efecto era la única que había, y además era a la que había cuidado, a la que había amado, y por ese mero hecho, era no solo única, sino también importante para él.

Reconozco que soy una enorme admiradora de la historia de El Principito, ese joven rubio que viajó a través del espacio, brincando de un planeta a otro con el que aprendí el valor de la amistad, del amor y las maravillas de viajar a través de las letras, sin moverme apenas del sofá.

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