Tania Campos Canseco

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Cuando salí de la universidad, me tardé un poco en encontrar mi primer trabajo, pero una vez que lo encontré me sentía realmente feliz, resulta que me habían contratado en una Asociación Civil para hacer corrección de estilo de artículos que se publicaban en 35 periódicos a nivel nacional y 2 en los Estados Unidos, y el objetivo de dichos artículos era la promoción de valores en los medios de comunicación.

Me faltaba poco para cumplir un año en ese trabajo cuando un día, mi papá me llamó por teléfono y me dijo que quería que estudiara una maestría, y yo lo veía como algo en un futuro a mediano plazo, pero él me conminó a hacerlo pronto. Así fue como en 2001 me embarqué en mi primer viaje trasatlántico el destino: La Universidad Complutense de Madrid.

Llegué a Madrid después de un viaje que se me hizo larguísimo (y eso que solo fueron 12-13 horas en avión), el asiento tenía muy poco espacio para las piernas y yo aunque no soy demasiado alta, no logré acomodarme muy bien para descansar durante el viaje, sin embargo, una vez en tierra la primera odisea fue llegar al hostal que había reservado para ahora sí comer algo y dormir un poco y al día siguiente dirigirme a la universidad.

Les ahorraré los detalles de la entrevista porque el resultado fue que después del larguísimo viaje los “baturros” (con todo mi cariño), me dijeron que no podían aceptarme en el Máster en Interactividad puesto que en sus palabras “sabía demasiado” (y no, no era espía ni nada por el estilo).

Así que un poco desilusionada… no a quién quiero engañar, ¡terriblemente desilusionada! Llamé a mi casa y me contestó mamá, le dije con harta frustración que no me habían aceptado en la universidad, y que no sabía qué más hacer (pues el objetivo del viaje era el estudio). Mamá como todas las mamás tiene mucha sabiduría dentro de sí y me aconsejó que disfrutara y viajara, al cabo que quién sabe cuándo podrían enviarme nuevamente hasta allá “del otro lado del charco”. Y eso hice, en uno de mis primeros días de viaje, recuerdo haber entrado al Museo del Prado y quedarme muchas horas recorriendo cada una de sus salas de exposición permanente, empecé desde el piso más bajo contemplando esculturas de mármol de los antiguos griegos y romanos, y fui subiendo cada uno de los peldaños para encontrarme con más y más cuadros y esculturas, pero sobre todo pinturas Caravaggio, Rembrandt, El Greco, El Bosco, Velázquez, Goya, Fra Angelico y muchísimos artistas más que van desde los siglos XII – XIII hasta el XX (al menos cuando yo estaba por allá), de verdad que yo iba de asombro en asombro, sin creerme la fortuna de estar ahí.

Al día siguiente fui al Parque El Retiro sus jardines, sus cientos de árboles, “La casa de vacas”, las fuentes, el pequeño lago, todo me parecía digno de cuento de hadas, recuerdo bien la primera vez que vi una urraca madrileña (europea seguramente) me pareció como un chanate con chaleco blanco , y recordé que alguna vez había leído que eran aves muy inteligentes.

No estuve más que un mes o así en Madrid, paseando, llenándome los ojos de ayer, disfrutando las tapas, los vinos, las cañas, cuando a mi madre que le seguía brotando sabiduría en cada palabra se le ocurrió decirme que aprovechando que ya estaba allá, me dirigiera a Barcelona, y que ahí buscara otras opciones para estudiar, yo le dije que no creía que fuera posible pues ya estaba entrando el mes de octubre y yo pensaba honestamente que ya llevarían como un mes de clase, pero hice caso y me dirigí a las principales universidades de la Ciudad Condal, con tan buena suerte que en la Universitat Autónoma de Barcelona encontré un Master Internacional en Animación Audiovisual donde me admitieron sin poner un solo pero, y donde aprendí muchísimas cosas en un grupo pequeño de alumnos (éramos 12 al principio) pero muy entusiastas, la mitad españoles, la otra mitad latinos y un italiano (que no concluyó con los estudios).


De esos compañeros conservo gratos recuerdos porque me hicieron sentir como en casa aún cuando llegó el momento donde los chavos mexicanos con los que vivía me dijeron hay puente y no te puedes quedar en el depa que estamos rentando (como si me dijeran “no nos vayas a robar algo”) y mi amiga Ysabel Castro me abrió las puertas de su departamento donde vivía con su novio y otros venezolanos, comí unas deliciosas “arepas” (como gorditas de maíz), probé las “hallacas” (nombre venezolano para los tamales en hoja de plátano), y disfruté de la hospitalidad latina que los propios mexicanos me negaron.

Un tiempo más adelante me mudé con María Calatayud, una chica de Pamplona que también estudiaba el máster y compartimos piso hasta que concluimos los estudios. No podré olvidar jamás la primera cena de navidad y año nuevo lejos de mi familia, pero arropada en Navidad por los venezolanos y en año nuevo por la familia de mi amigo Edgar Ramírez, quienes me hicieron sentir calor de hogar aún cuando ese año nos cayó una pequeña nevada en Barcelona (cosa que normalmente no sucede).

En la siguiente columna les contaré todo lo que descubrí de Barcelona y sus alrededores de la mano de mis amigos catalanes. Así que ¡hasta la próxima!

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