Por: Agustín Palacio

apalacio@ual.mx

Hace unos días me preguntaba el tema con el que pretendía iniciar la escritura de esta columna. Este primer número donde se podría tener la oportunidad de que circulen un continuo de ideas que aparecen en mis observaciones desde diversos campos. Luego me preguntaba si esto sería interesante para quien lo leyera, pensaba en la forma y el estilo, en lo entendible y en lo que no lo es, lo que queda claro y lo que queda fuera siempre de cualquier precepto que se pretenda compartir. Comprendí entonces que mi intención no sería compartir un saber, sino por el contrario compartir aquello que no sé. Similar a la posición del analista, donde se parte del desencuentro con la verdad, dimitiendo la posición de aquel que posee un saber por encima del otro. Compartir lo que no se sabe, es un acto de desencuentro, pero a la vez de reencuentro. Lo primero arguye al abandono de las ideas preestablecidas, como comúnmente se haría al interior de un tratamiento terapéutico, lo segundo representa la experiencia que otorga el no saber, esto es, la aparición, el surgimiento y la construcción de significados que se producen en una relación entre dos humanos que se aproximan, se vinculan y trastocan aquello que parecía totalmente sabido.

En múltiples ocasiones considero que un escrito, debiese internalizarse por quien lo lee, no como una experiencia dogmatizadora del pensamiento misma que solo anima a la recopilación de información que nunca logra internalizarse, que se siente ajena puesto que no ha sido transformada por aquel que lo lee. Ese acto de transformación, que en mucha medida estaría mediada por actos de reflexión, duda y reconstrucción, aparece por la vía del deseo.

¿Qué se desea? Se desea lo que queda en falta. Se desea la posesión en tanto peligre lo que se tiene. Se desea certidumbre en tanto habite su polo opuesto; así como se desea saber el final de un libro, en tanto no se llegue a él. El deseo en sí mismo es el representante de la falta elemental en los haceres humanos, de las experiencias que transitan y en las metas que se logran. El deseo promete ser la constante y el significante principal de la falta, por ello el saber no es algo alcanzable, puesto que no hay palabras y letras que basten para nombrarlo. Recuerdo hace tiempo, algún par de alumnos en clase cuestionándome elementos teóricos importantes, mientras que mi respuesta en aquel momento era: “lo veremos en el siguiente semestre…” o “cuando lleguemos a tal materia, te lo contesto”. En sí mismo, esa respuesta nunca llegó, así como tampoco la pregunta que volviera a activar tal deseo y no es que en sí mismo haya desaparecido, sino que el deseo mudó de forma y fue transmutado por la duda. No hay preguntas y respuestas que puedan ser repetidas, se dicen y se desdicen, se articulan y se desvanecen; por ello, un escrito no tiene importancia por lo que se expone sino por el deseo que genera, siendo pues el escrito mismo la posibilidad de transformar el deseo. Desde este dicho, el saber no podría ser alcanzado, lo que se alcanza es el no saber. La sensación de saber es ilusoria, momentánea e incluso fantaseada, puesto que las respuestas no son certezas, son caminos que abren a la duda y por tanto inauguran el deseo.

¿Habrá algo que quede fuera del deseo? Quizás ese sería otro tema para repensar…

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