Por: Agustín Palacio.

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Años atrás, en mis inicios como estudiante de Psicoanálisis, hubo un texto que llegó a mí por primera vez y que, hasta el día de hoy, me ha aparecido uno de los más enriquecedores a nivel emocional de las múltiples propuestas de Freud. En él podía leer el estudio de la vivencia ante la pérdida; los sorprendentes reveses en los que nos constituimos y las múltiples vueltas del sin sentido al sentido.

 “Duelo y melancolía”, se convirtió en esa obra que recomendaba para cualquiera que quisiera salir del discurso contemporáneo que se le otorga al duelo; a ese que algunas bocas lo entrampan como un circuito de etapas, donde el fin último es la aceptación. Espero no se me malentienda, pero como obra explicativa podría resultar, sin embargo, podría distar mucho de lo que sucede en los fenómenos graduales de la pérdida; quizás por eso “duelo y melancolía”, llamó mi interés. Freud se esmera en explicar lo que ocurre a través de la vivencia ineludible del dolor. Tal como lo menciona Nassio “¿Qué se duela? El dolor”.

En el dolor se estructura la experiencia corporal y psíquica. El dolor aparece en la vida como organizador que deja huella imborrable, donde el estruendo inicial luego perece en el silencio, oculto de la mirada y ensordeciendo al sujeto; luego solo basta un poco para que eso emerja desde donde está, volviendo con toda la potencia y trayendo una multiplicidad de sensaciones, a las que luego nos alcanzará para llamarle dolor, trauma, sufrimiento; aquí da la misma como se le nombre, se siente igual. Lo reprimido -diría Freud-, siempre retorna.

Bajo el fundamento anterior, se vuelve inútil pensar que podría haber una forma de prepararse ante el desmembramiento que ocurrirá cuando el dolor aparezca. Al ser sujetos de amor y el otro sujeto de nuestro amor, estamos determinados al dolor y que ante su ausencia indiscutiblemente se generen efectos.

He distinguido estos efectos en dos vías, la primera de ellas tendría que ver con perder su presencia y lo que ahí de mí quedaba guardado, contenido y amado, así como el concomitante de experiencias displacenteras, que también ahí se salvaguardaban o más bien dicho me salvaguardaban; lo segundo tiene que ver con lo que yo aguardaba en mí de él, donde al perderlo se activan múltiples temores: ¿lo olvidaré?, ¿quién soy ahora sin él?, ¿qué haré ahora con todo esto que siento? Prepararse ante la pérdida del otro, es tan inútil, porque a pesar de que existan fantasías vinculadas a su ausencia, nos sostenemos del presente en el que aún se encuentra.

El dolor no se futuriza, el dolor ocurre en el presente. No podemos sostener una despedida anticipada, puesto que la realidad aparecerá con dureza. Quizás lo único que tiene sentido, es que esperamos que, engañándonos en la anticipación, el dolor se postergue, que no llegue; sin embargo, la realidad siempre nos muestra que incluso llenos de terror o falsamente preparándonos, lo que ha de ocurrir siempre llega. El dolor, por tanto, es el costo que humanamente pagamos por haber sentido amor por alguien y habernos sabido amados. Nos vemos la siguiente sesión.

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